Aprender a codificar el pensamiento, convertirlo en letras y sílabas y palabras. Leer y escribir es la forma más maravillosa de existir. Si pensamos que antes de la escritura, se hacían necesarios muchísimos años para recibir el conocimiento de las cosas, de las personas, de la historia, del universo circundante. Que la sabiduría se trasmitía de boca a boca, en un proceso ininterrumpido pero necesariamente lento, la comunicación oral, muy rica en muchos sentidos se reservaba a los priivilegiados grupos de élite capaces de receptar sólo lo que les interesaba, hasta que llegó la letra y el conjunto de ellas y las frases y oraciones que se podían graficar en las paredes, en los tallados, en los mosaícos, en el papiro y entonces todo cambió, de pronto también los desheredados, los solemnemente pobres, los esclavos podían ser los receptores de la erudición de los sabios, de los ancianos, de los padres de familia, de los médicos y de los teólogos. Oh maravilla!, cuánto cambio, luego vendría el libro y las traducciones, la carta, los protocolos, las memorias y los informes, el mundo entero al alcanze de los ojos, el maravilloso instrumento no igualado que Dios nos ha regalado para aprender y para enseñar.
Ya nada sería imposible además de la ciencia, de las ideologías, de lo imprescindible para vivir dignamente, la escritura nos permitiría compartir nuestros más íntimos conocimientos prácticos, nuestras experiencias y vivencias, nuestros pensamientos y sentimientos. Increíble y valioso, tanto que siglos después de tal invento, todavía existen seres que ni leen ni escriben, que les está negado el maravilloso mundo que existe detrás de un libro, de una historia, de ahí que utilizar este instrumento para el mayor provecho de la humanidad debería ser una consigna universal unida a la imperiosa obligación de enseñar a leer al que no sabe.
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