Con los salesianos aprendí que Domingo era un joven interno que hacía consistir la santidad en observar las reglas del colectivo y en aceptar la voluntad de Dios que se expresa cada día en nuestra vida. El estado del tiempo, el humor de las personas del entorno, los caprichos y a muchas veces las bromas de mal gusto de los compañeros del colegio, los designios de la Providencia que nos y nos quita sin preguntarnos, que nos mueve de un lugar a otro como marionetas que se dejan llevar sin protestar.
Domingo rezaba con devoción, jugaba con alegría, estudiaba con entusiasmo, obedecía a sus padres y a sus maestros sin expresar desacuerdo ni cansancio. Creía profundamente en Dios, en Nuestro Señor Jesucristo, en su Santísima Madre en aceptar que la vida presente, no es sino una preparación para la vida eterna que consistirá en el goce de los bienes espirituales que no terminarán jamás.
Acosado por una dolorosa enfermedad, quizá consciente de su próximo fin, en lugar de apenarse por ello, renovó su alegría y no cesó de entregarla a quienes le rodeaban con toda desinterés y consagrando cada minuto de su existencia terrena al amor a sus padres, a sus maestros, a sus compañeritos del Colegio Don Bosco. Cuando finalmente, con apenas 14 años entregó su alma a Dios, convenció a los suyos que no le llorasen sino que compartieran con él la inmensa dicha de encontrar a su Señor para nunca más alejarse. Muy pronto la Iglesia comprobó la santidad de su corta existencia y lo elevó al honor de los altares.
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