Muy joven empezó su aprendizaje literario en el Kansas City Star, que exigía a sus redactores un estilo muy peculiar, utilizar una prosa escueta y funcional, frases cortas, sencillas y claras, el lenguaje descriptivo. Su director Peter Wellington recomenda usar verbos, porque hay que comunicar acción, no adjetivos. El propio Ernest muchos años más tarde reconocía que éstas fueron las normas que sobre el arte de escribir aprendió para toda la vida. Ernest formó cuerpo en la sección de sucesos. Como todos los jóvenes idealistas quizo enrolarse al estallar la Primera Guerra, pero sus padres le negaron el permiso, tres años después sin embargo consintieron que fuese reclutado para combatir en Europa, aunque por un defecto en la vista producto de los muchos golpes de puño que recibió en sus prácticas de boxeo no pudo ser admitido como voluntario, aunque sí atribuyéndose edad mayor se enrola en la Cruz Roja y recibió su primer uniforme como teniente honorario. Trasladado a Burdeos en barco, descendió para dirigirse a París, insistió en situarse cerca de una zona que era bombardeada por los alemanes desde 120 kilómetros de distancia con los obuses de la Gran Berta, enormes cañones de Berta Krupp. Contempló de cerca el impacto de los proyectiles en un templo y su comentario fue "Haremos un artículo para el Star. Veremos qué cara ponen en Kansas City!" De París a Milán donde tuvieron que atender a las víctimas de la explosión de una fábrica de municiones y recoger cuerpos humanos esparcidos. Las descripciones de los sucesos que contemplaba parecían crónicas emocionantes, casi deportivas. Sale a la luz que buscaba emociones, se acercaba al peligro, quería ver de cerca la guerra por lo que no estaba nunca conforme con las tareas de retaguardia que se le asignaban, hasta que el 8 de julio de 1918 un obús estalló muy cerca y recibió heridas en las dos piernas.
Se le sometió a varias operaciones para extraerle las esquirlas alojadas en sus piernas, aunque una de las tres personas que estuvieron en el sitio del impacto pereció y las otras dos quedaron malheridas. Le colocaron una rótula artificial y cicatrices muy visibles a decir de sus biógrafos. La convalecencia fue larga y penosa, en el hospital de Milán donde se enamoró de una enfermera americana de origen alemán con quién pretendió casarse, lo que se frustró y sirvió de inspiración para su novela Adiós a las Armas, de la que nos ocuparemos también asociada como está nuestra memoria a la película del mismo nombre con Gary Cooper que hace de protagonista elegido por el mismo Hemingway y la sueca Ingrid Bergman la enfermera que le robara el corazón. Cuando regresó después de algunos meses a Kansas City fue recibido como un héroe y paseado por todas partes. Lo que también influyó en su estilo literario y quizá en su trágico final, puesto que padecía insomnios, tenía que dormir con la luz prendida y sentía inseguridad y desconfianza, volvió a su casa de campo a orillas del lago Michigan y se recuperó en parte de su estado anímico aunque sin dejar de escribir, ahora en el Chicago Tribune donde gana bastante dinero como periodista soñando con emular a los grandes escritores como Sherwood Anderson que prefería el relato breve con temas modestos, de una expresión sobria y transcribiendo la forma de expresarse de la gente de la calle. Se casó en 1921 y su pasión por vivir en Europa volvió a recrearse, viajó a París como corresponsal del Toronto Star, sin sueldo fijo. Ya no le importaba nada, su atractivo por la Ciudad Luz superaba todo cálculo. La cuestión era emigrar.
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