Hijos tan nuestros, y tan ajenos. Por mas que se pretenda ser diáfano al escribir, hay pensamientos, reflejos de la vida misma que son abstractos. Uno pretende conocer a sus hijos y descubre que no los conoce, que no obstante haberlos concebido, visto nacer y crecer, con todos esos instantes indelebles, su primera palabra, sus primeros pasos, sus caídas y llantos, sus risas y alegrías, uno piensa que los conocer, que son como suyos, pero al final son seres diferente.
Una experiencia que nos deja amargura, por la separación de las hijas, su traslado del hogar propio a otro que significa no sólo una separación física, sino también espiritual, una herida que deja el sabor de una ausencia, quizá no tan distante de la que nos separaba de Gotemburgo a Cochabamba, y que en realidad se trata de unos pocos kilómetros, pero que deja un presentimiento lacerante, que causa turbación, confunde y nos hace sentir más humildes, porque uno se da cuenta de pronto, abrumado -que los veinte años de posesión de los suyos, no han sido suficientes para infundir un espíritu de confianza, apenas existente. Hoy me siento sólo, tan sólo como antes que ellas llegaran al exilio. Hoy me siento casi en el abandono.
24 agosto de 1984
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